lunes, 18 de febrero de 2013

Nuestras máscaras


Atraes gente que no es la indicada para ti.  Ya te ha sucedido antes: conoces a alguien, te sientes inmensamente atraído o atraída hacia ese ser, y luego de un tiempo te preguntas, ¿qué hago aquí?  Huyes sigilosamente, desapareces sin dejar rastro… ¿no es hora de que te quites la máscara de una vez?
Eres una persona a quien los que lo rodean describen de una manera que no te es demasiado familiar.  Parcializan tu personalidad y sólo destacan algunos aspectos que no son tan exactos, según tu punto de vista, aunque de alguna manera pareciera que tienen un remoto dejo de realidad.
Lo real es que eres hipersensible, a un grado tan extremo de volverte vulnerable.  Ante tanta desprotección, creas una fachada que tapa las partes que podrían generarte algún tipo de dolor.  De esta manera te desarrollas en la sociedad en carriles que ya conoces y que has probado una y otra vez, por lo cual te dan seguridad.  Crees que te encuentras a salvo.
Para no correr riesgos utilizas una máscara (yo lo llamaría también caparazón) que es bien distinto a como realmente eres: simple y vulnerable.  No sueles mostrarte de esta manera, ya que consideras que si la gente descubriera cómo eres en el fondo de tu corazón, no tolerarías ni la exposición ni el altísimo nivel de vulnerabilidad que te conecta a la realidad en la que vives.
¿Podrías soportar que alguien rechace o no quiera a quien realmente eres?  Tu mejor defensa es mostrar máscaras, y de esta manera intentas paliar el efecto de un rechazo.  Esta fachada levanta paredes infranqueables entre las personas, ya que antes de entablar una relación el boicot ya se ha activado, y la posibilidad de una conexión emocional, también.
¿Qué sucede entonces?  Tú eres el que hiere primero, antes que aparezca la remota posibilidad de que te hieran a ti, y abandonas, mientes, engañas.  No es un mecanismo consciente, ya se ha instalado en tu subconsciente, y esta situación se repite ante estímulos similares.
Además, tu máscara cumple otra función: atraes gente que se ve seducida por esta fachada que has inventado, y no por quien realmente eres.  Incluso, probablemente acostumbras buscar parejas para paliar la soledad que te abruma, gozando de compañía – por lo general ocasional – para que llene el vacío que se produce al no poder dejar emerger tu verdadera personalidad.  Prefieres relacionarte desde este lugar y no desde el interés genuino en quien busca una conexión emocional contigo.
De este modo, ya sabes de antemano que nunca llegarás a algo concreto con tus parejas, sean ocasionales o con algún rasgo de estabilidad.  Eliges continuar en la misma tesitura, para minimizar (a veces infructuosamente) la posibilidad de sufrir.
Pero, ¿qué sucede cuando la máscara es aceptada?  Se produce un conflicto aún mayor y te frustras, ya que no te quieren a ti por la persona valiosa que eres, sino a la fachada que has creado.  Sin embargo, cada tanto aparece alguien que lee a través de todas tus máscaras, que logra una empatía muy especial contigo, y se conecta con tu vulnerabilidad y tus emociones más íntimas.  Esto te deja desprotegido e indefenso, sin saber qué hacer o cómo reaccionar, ya que en este caso los mecanismos de defensa inconscientes que venías activando no surten efecto.
A estás alturas, déjame decirte que quien hiere primero, hiere dos veces: a la otra persona por el maltrato o el abandono injustificados, y por consiguiente… a ti mismo, ya que sientes que has herido a quien no lo merecía.  Además, caminas por un sendero muchas veces transitado.  Parece un círculo cerrado, ¡pero no lo es!
Puedes deshacerte de tus máscaras si verdaderamente lo deseas.  La oportunidad de cambio hacia relaciones más gratas y saludables está en tus manos, sólo depende de ti decidir que ha llegado ya el momento oportuno para dejar las máscaras atrás y dejar que tu personalidad fluya.
Las máscaras y sus roles
Si miramos con cuidado nuestro comportamiento, nos daremos cuenta de que jugamos roles distintos a lo largo de nuestra vida.  Cumplimos con el rol de hijo, de padre, de hermano, con un rol laboral, con un rol de amigo, vecino, amante y todo lo que se les pueda imaginar.  En cada personaje nos desenvolveremos de una manera distinta, porque no le hablaremos a nuestro jefe de la misma manera con la que hablaríamos con nuestro padre.  Los roles son necesarios y existen para marcar jerarquía, marcan diferencia, cierto orden.  Nosotros desplegaremos distintos aspectos de nuestra personalidad para comunicarnos de determinada manera con nuestro interlocutor, es lo que sucede, ahora…¿qué ocurre cuando no estamos mostrando nuestra personalidad, sino lo que los demás esperan de nosotros?  Es ahí cuando nuestras máscaras entran en acción, en vez de simplemente comportarnos como la hija que queremos ser, comenzamos a ser lo que nuestros padres quieren, desplazando por completo nuestros propios deseos. Deseamos ser un tipo de esposa, pero nuestra personalidad no es lo suficientemente agradable para el otro, así que nos convertimos en lo que nuestro marido anhela, nos dejamos moldear según sus caprichos y casi sin darnos cuenta. Es aquí cuando no estamos jugando con la complejidad exquisita de nuestra personalidad humana, sino que nos convertimos en máquinas de brindarle satisfacción a los demás y creamos nuestras propias máscaras, intercambiables de acuerdo a la situación que nos encontramos, máscaras que nos confunden a nosotros mismos y, que a la vez, intentan aplastar lo que somos en realidad.
Otra razón por la cual podemos adoptar distintos personajes, es porque no tenemos en claro quiénes somos. En la adolescencia, cuando vamos moldeando nuestra personalidad y experimentando cómo queremos ser, es usual ver a los jóvenes cambiando constantemente.  En este caso es algo saludable, ya que están experimentando para sentirse más cómodos, intentando descifrar sus ideales, su carácter, empujados por la curiosidad y no por las demandas de los demás.  Si se cuenta con un buen ambiente familiar, un lugar donde se habilite a los adolescentes a buscarse a sí mismos sin prejuicio y desde la paciencia y el amor, podrán encontrar su propio rumbo de manera natural y sin mayores problemas.
El aprovechar nuestros distintos rasgos de personalidad puede convertirse en una experiencia muy enriquecedora.  Cuando lo hacemos por las razones correctas estaremos aprovechando las herramientas que poseemos para brindarle a cada conversación, cada encuentro, un toque diferente.  Aprender a utilizar nuestras habilidades, discernir cuando brillar o cuando callar, cuando ser el alma de la fiesta o cuando escuchar, nos hará sentir satisfechos con nuestras habilidades sociales; recuerden que un vínculo social estable y agradable es uno de los ingredientes requeridos para ser feliz.
Vivir para agradarle a los demás es una tarea más que imposible.  Piensen que cuando están haciendo feliz a alguien con su actitud, pueden estar haciendo sentir mal a otra persona; los demás no pueden tener el poder de convertirse en los termómetros de nuestra personalidad. Si solamente nos guiamos por los caprichos de los otros, nuestra personalidad comienza a tambalearse, nuestros pilares se derrumban y quedamos a merced de los otros, como si fuéramos muñecos sin vida con el cual todos pueden hacer lo que les plazca.
Ser fiel a un mismo es el mejor regalo que podemos brindarnos, saber qué queremos nos servirá como faro en un mar de gente cambiante. Debemos ser fiel a nuestros ideales, nuestras creencias, nuestras metas, no importa que el mundo esté en nuestra contra siempre y cuando estemos siendo felices y no haciéndole daño a nadie (ni a nosotros mismos). Quítate la máscara, libérate de las ataduras y comienza a ser tú a tu manera, no hay nadie mejor para descifrar quién eres y qué quieres de la vida… de tu vida.
¿Estás listo (o lista) para dejar caer tus máscaras?
Las máscaras del hombre por Emilio Arnao
El hombre, en un sentido estricto no es natural, sino artificial, como ya indicaba Baudelaire, es por eso que suele derivar los índices de su vida hacia unos compromisos que nada tienen que ver con un mundo sentimental y honesto, en todo caso, reprimido y batallador. Los hombres que están reconducidos por esta energía de los tiempos modernos no quieren dejarse ver ante los demás, no desean que se les vea sus debilidades, sus malas épocas, sus tristes perros, sus dolores que les llegan por falta de vida interior. Es por eso que producen lo que yo vengo a llamar la representación de la máscara. El hombre es una máscara, como ya viera Larra, que juega a ser hombre, sin detenerse en el falseamiento del mundo que eso produce. Con máscara, el hombre es menos hombre, en todo caso, se trata de un espejismo, de una vuelta de vals, de un hijo de arcilla, de un mecanismo de falsa identidad. En los bares, en las discotecas, en las empresas, en los restaurantes, en los clubs privados, allí donde se produce el encuentro de la gente insincera, hay representación, teatralismo, Moliére y risa tonta. Pero ¿dónde queda la verdad de las cosas?, ¿dónde estriban los momentos en que verdaderamente el personal debería desenredarse en la sencillez y en la elocuencia para beneficiarse de los grandes instantes que ofrece la vida?, ¿no sería más cómodo para todos ser un poco más éticos con nosotros mismos? Está claro. No queremos que se nos vea. Somos, en el fondo, unos tímidos desgraciados. Adelgazamos quilos a diestro y siniestro, mientras cae la lluvia, cuando aparentamos como de otro modo no somos. Suplantamos nuestra acaudalada personalidad, la cual se tricota contra las manos de las rocas. Interpretamos el tiempo en que ya hemos dejado de existir, porque, mientras fingimos, ya no somos nosotros, en todo caso, navegantes al pairo de un mar pintado por Ronald Kital. Somos escenificadores de nuestra propia sublimidad, en la cual creemos, pero de la cual, muy a pesar nuestro, no estamos satisfechos. Sustituimos la harina por el pan. Protagonizamos una cinematografía invisible en la que sólo se desarrolla nuestro propio personaje, lo demás no sale, no existe, no aparece en pantalla, nadie lo ve. Reproducimos el amor que nos tenemos a nosotros mismos con la alianza de nuestro cardinal odio. En realidad somos nuestros propios odiadores. Y ni siquiera lo sabemos. Al salir cada mañana a la calle, después de desayunar una comedia de teatro, nos ponemos la máscara y nos dedicamos a creer que lo que hacemos es irrumpir en el ritmo triunfal de la modernidad. Pero la modernidad, ah de la casa, ya es la tragedia.
Fuentes:

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