Establecer límites claros nos permite una
mejor comunicación con los demás pues es una manera de preservar nuestro
espacio y defender nuestros derechos ante los demás. Los límites son necesarios
en todas nuestras relaciones y saber establecerlos es una muestra de
asertividad y un avance monumental en aquellos que están trabajando su
autoestima.
Según
el Prof. Juan Marcelo Pardo, la falta de capacidad de los mayores para poner
límites a los jóvenes es sin dudas uno de los grandes problemas de nuestros
tiempo. Todos hablan de la necesidad de poner límites a los adolescentes, pero
nadie se siente encargado de hacerlo: la tarea siempre le corresponde a otro.
Los profesores dicen de sus alumnos: «Si en la casa no les ponen límites, ¿qué
podemos hacer nosotros?» Los padres responden: «La escuela está en crisis,
nuestro hijo "se desata" allí. La culpa no es nuestra.»
Jaime
Barylko ha dado una explicación de este desentendimiento de los mayores: “El
siglo XX ha sido el siglo de la permisividad, un tiempo en el cual los padres
que habían experimentado el exceso de autoridad, creyeron que lo mejor que
podía pasarles a sus hijos era la permisividad. Esta permisividad estuvo
también sostenida por ciertas teorías psicológicas”. [1]
El
establecimiento de límites es importante ya que éstos ayudan a formar la
identidad personal de los jóvenes. Tenemos que reencontrar el sentido de educar
en los límites. Y a ello tal vez nos ayude el recordar por qué los límites
hacen bien y son educativos, y en qué sentido contribuyen a lograr la madurez
psicológica.
Se
ha afirmado que “el límite es el valor identificador de cada persona, es su
nombre”. [2]
Algo
está bien definido cuando sabemos lo que es y lo que no es. Una persona tiene
una identidad definida cuando sabe quién es y quién no es, cuando sabe lo que
piensa, siente y quiere. Pero al mismo tiempo, sabiendo esto sabe lo que no
piensa, lo que no siente y lo que no quiere, lo que no puede y lo que no debe.
Sabe quién es, qué lo diferencia de los otros, y no se confunde. Esto le da
conciencia de su identidad. Esto le da unidad y le permite reconocerse y
moverse adecuadamente en su ámbito.
Para
ver con mayor claridad por qué los límites le dan identidad a la persona, nos
detendremos a analizar sus dos funciones, a las que llamaremos negativa y
positiva respectivamente. La negativa
es aquella por la cual los límites nos recortan algo, como si nos quitaran
cosas o nos empobrecieran, privándonos de lo que no es nuestro. Podemos decir,
en referencia a esta función, que los límites restringen el deseo,
distinguiendo la realidad de la fantasía. Por su parte, la función positiva es la que constituye, la que dice lo que se es,
la que establece quiénes somos ante los otros.
Ambas
funciones de los límites, actuando simultáneamente, nos dan la identidad, nos
definen como personas y nos ubican en la realidad, porque nos permiten saber
quiénes somos y quiénes no. Descubrimos quiénes somos, con toda la riqueza y la
pobreza que acompaña a ese descubrimiento. Pobreza, si nos creíamos más de lo
que éramos. Riqueza, si nos damos cuenta que somos totalmente originales,
únicos e irrepetibles, que no podemos confundirnos con los otros.
En
sus relaciones sociales actuales y futuras, los niños tienen que reconocer y
valorar su propia identidad y la de los demás. El amor sólo es posible entre
personas con su propia identidad. Sin identidad no hay amor sino sometimiento y
posesión.
“El
ser humano logra bienestar si, en sus relaciones consigo mismo y con los demás,
se mantiene en esos límites, moviéndose con libertad en ellos. En cambio, si
despliega una búsqueda de sí o de los otros, creando objetivos y expectativas
fuera de esos límites personales, se siente mal. En tal caso, sus capacidades y
aptitudes de ser intentan sobrepasar su realidad. Entonces, vive una fantasía;
o bien sufre la angustia y frustración de no alcanzarse a sí, ni comprender a
los otros”. [3]
Tenemos
que perder el miedo a limitar a los niños. Limitar no es aniquilar. Limitar es
dar vida, si lo hacemos adecuadamente. El gran peligro reside en ver en los
límites sólo su aspecto negativo-empobrecedor: lo que nos quitan y nos
prohíben.
Los
límites son educativos por lo siguiente: la realidad nos limita. Mal que nos
pese, no somos omnipotentes. Y es bueno ir vislumbrando esto desde chicos. La
realidad no es tan manipulable como los niños o los adolescentes pretenden
desde su pensamiento mágico y egocéntrico. La vida muchas veces nos dice no y,
si no sabemos aceptarlo, viviremos resentidos.
Por
ello, la educación tiene que llevar a la persona a comprender y aceptar que no
todo saldrá siempre según su deseo, que no siempre logrará lo que se propone.
Esto se denomina tolerancia a la frustración y es un rasgo fundamental de la
personalidad madura. Quien no lo adquiere será un caprichoso consentido, aunque
tenga 40 o 65 años.
“Entonces,
cuando papá dice «basta» o «no hay más», o «espera un ratito» o «hasta acá», de
algún modo está funcionando como un representante de lo real para ese hijo; le
está adelantando situaciones que tendrá que experimentar, lo está ayudando a
ubicarse”. [4]
Los
límites son educativos porque ayudan al joven a salir de su narcisismo y a
prepararse para amar. “Miremos cuando la madre le pone una condición («te dejo
ver los dibujitos si ordenas la pieza») o plantea una renuncia o un sacrificio
por amor («no pidas este juguete porque papá anda con poca plata a pesar de
todo lo que trabaja»): esto hace que el hijo o la hija deje su narcisismo (el
quererse a sí mismo/a por sobre todo lo demás) y vaya aprendiendo el verdadero
amor vincular desde sus primeras relaciones afectivas”. [5] Reconocer el deseo
del otro es uno de los rasgos más importantes de madurez.
Los
límites son educativos porque ayudan a la persona a desarrollar la aceptación
de la ley y el respeto a la autoridad legítima. “No puede haber socialización
ni verdadero sentido de la justicia si no se renuncia al principio del propio
placer y al interés egocéntrico”. [6]
El
deseo del propio placer tiene sus propias leyes. Su consigna es: ¡Quiero todo
ya! Los límites ponen fin a esta fantasía de omnipotencia e ilimitación. Así,
los límites nos ubican en la puerta de la satisfacción más profunda de la
persona, su realización en la dimensión relacional, su realización en el amor.
Si
el niño o el adolescente permanecen en un estado de ilimitación, de
satisfacción espontánea de sus continuas demandas, nunca llegarán a la madurez
humana. Como se ha señalado: “ […] cometeríamos un grave error educativo si
persistiéramos en una concepción anacrónica, como también si desaprensivamente
echáramos ahora todo por la ventana, y proclamáramos la pura y absoluta
espontaneidad, abandono al hombre, al niño, al adolescente, a sus deseos. No
hay educación sin una adecuada dosis de frustración. Porque toda educación
supone la reducción del deseo y de la fantasía de omnipotencia”. [7]
Que
no quede ninguna duda: el establecimiento de límites es esencial a la hora de
educar.
REFERENCIAS
[1] Gigliotti de Senosiain, G. ¿Prevención o educación?
[2] Barrionuevo, M. S. Psicología en áreas de normalidad
[3] Ídem
[4] Bruno, S. 2000 Lumen, Nº 59
[5] Ídem
[6] Ídem
[7] Labaké, J. C. El problema actual de la Educación. Hacia
una Pedagogía del Encuentro
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