En la época del romanticismo la palabra
“amor” tenía verdadero significado, era un auténtico sustantivo que nutría los
versos de aquel entonces. Hoy en día, el mundo moderno ha crecido tanto que ha
ridiculizado el término hasta denigrarlo. Hoy el “amor” se asocia con la
cursilería, con lo falso y superficial, con lo peor de nosotros,
increíblemente.
El “amor” ahora se asocia con corazoncitos
clavados en un rótulo de San Valentín o con débiles frases asociadas a la
eternidad. El “amor” ha sido sustituido por el “ridículo” en el mundo moderno,
por lo menos a un nivel comercial. Asimismo, el “amor” se asocia con la
“eternidad” por una suerte de obsesión religiosa y por una tendencia a evitar
la muerte, sea como sea.
Se quiere vender de todas formas la idea del
amor eterno, del amor perfecto, del amor infantil de colores pasteles y cuentos
de hadas, sólo para que los consumidores compren un concepto religioso,
idealista, alejado de la realidad sobre lo que es el amor verdadero.
Esta manía por vender perfección y
perdurabilidad, refleja cómo la tecnología y los medios de comunicación han
logrado esterilizar a la sociedad moderna, domesticando su capacidad para dar y
recibir afecto por medio del lenguaje, el canal de expresión más antiguo y
primitivo de los seres humanos.
Los medios han logrado socavar los pechos de
la gente que sólo piensa consumir, cuyas necesidades sociales viven conexas
(irremediablemente) a sus necesidades materiales. Hoy el “amor” se ha
materializado en un discurso vacío, literalmente retórico y pueril.
Tampoco las tendencias culturales y
políticas se han salvado de enterrar el “amor” entre sus estribillos
repetitivos. Hoy sólo escuchamos ese término cuando lo asociamos con la música
“pop” o las tendencias desechables de la cultura de medios. Por su parte, los
políticos han enfriado la palabra “amor” al punto de congelarla en las tarimas
de gobierno.
Hoy la gente lee cable porque lo consume
ansiosamente. Y consumir “amor” es parte de esa ansiedad. La mayoría de las
películas que vemos en la televisión y en el cine son subtituladas, y por lo
tanto, la gente no sólo ve cable, también lee cable y lee cine. La gente se
entusiasma cuando llegan culebrones tragicómicos a llenar los salas
cinematográficas y a vaciar los bolsillos de tantas personas que necesitan
llorar un buen fin de semana, de forma colectiva, para sentir que sus vidas
tienen algún nivel de intensidad.
Y el cable también está lleno de basura
mediática que disecciona el “amor” en frases clichés, empalagosas y exageradas
como: “no puedo vivir sin ti”, “somos el uno para el otro”, “eres el amor de mi
vida”, entre otras frases huecas y telenoveleras que son el centro de guiones
irreales, incapaces de tocar la esencia del amor verdadero, ése que inspira los
corazones más nobles como sencillos, las novelas sublimes, las historias con
alma.
Sin embargo, en otros tiempos (no
necesariamente en el romanticismo) el amor (sin comillas) se arropó de
verdadero sentido e inspiró causas sociales, avivó la pasión de luchas
revolucionarias, encendió los corazones de quienes se lanzaban a la muerte en
nombre de sus creencias. El amor fue el sustantivo que inspiró la lucha
pacifista de Gandhi, la lucha antiracial de Mandela, la obra humanista de
Simone Weil (raros casos de armonía entre pensamiento y acción, situados en
importantes momentos históricos del siglo XX), entre otros personajes que
conjugaron con su vida la palabra “amor”, despojándola de comillas, dobles
sentidos y contrasentidos.
El que se enamora de los números acaba
enamorándose de su materia, practicándola a diario; quien se enamora del
espacio, acaba enamorándose del infinito mientras lo investiga y lo descubre;
quien se enamora de su fe, acaba enamorándose de su religión por medio de sus
oraciones y su actitud de vida, así como el ateo se enamora de la privación de
su fe, de su negación espiritual, resistiendo a la religión de forma
apasionada.Actualmente es difícil encontrar personajes
verdaderamente enamorados de sus causas. Es por eso que nos tiembla el pulso
como una hoja cubierta de frío a la hora de escribir la palabra “amor”, tan
distante del ser humano por los avances científicos, tan disfrazada de
discursos por las modernas sectas religiosas que pretenden hacer dinero con las
emociones de la gente desesperada.
Aquel “amor” ritualizado, ceremonioso y
provinciano, es el que más nos venden y predican en el cine, la televisión y
los discursos políticos vacíos en contenido y repletos de frases célebres.
Discursos que dan la vuelta al mundo en la Era de la Información, llenos de
figuras literarias que al final son puros adjetivos que no dan vida, sino que
matan (como refería el poeta chileno en su Arte Poética, Vicente Huidobro).
Fuente: William Grigsby Vergara
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